FRANCISCO
Obispo de Roma
Siervo de los Siervos de Dios
a cuantos lean esta carta la esperanza les colme el corazón
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23. La indulgencia, en efecto, permite descubrir cuán ilimitada es la misericordia de Dios. No sin razón en la antigüedad el término “misericordia” era intercambiable con el de “indulgencia”, precisamente porque pretende expresar la plenitud del perdón de Dios que no conoce límites.
El sacramento de la Penitencia nos asegura que Dios quita nuestros pecados. Resuenan con su carga de consuelo las palabras del Salmo: «Él perdona todas tus culpas y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de amor y de ternura. […] El Señor es bondadoso y compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia; […] no nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas. Cuanto se alza el cielo sobre la tierra, así de inmenso es su amor por los que lo temen; cuanto dista el oriente del occidente, así aparta de nosotros nuestros pecados» (Sal 103,3-4.8.10-12). La Reconciliación sacramental no es sólo una hermosa oportunidad espiritual, sino que representa un paso decisivo, esencial e irrenunciable para el camino de fe de cada uno. En ella permitimos que Señor destruya nuestros pecados, que sane nuestros corazones, que nos levante y nos abrace, que nos muestre su rostro tierno y compasivo. No hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos reconciliar con Él (cf. 2 Co 5,20), experimentando su perdón. Por eso, no renunciemos a la Confesión, sino redescubramos la belleza del sacramento de la sanación y la alegría, la belleza del perdón de los pecados.
Sin embargo, como sabemos por experiencia personal, el pecado “deja huella”, lleva consigo unas consecuencias; no sólo exteriores, en cuanto consecuencias del mal cometido, sino también interiores, en cuanto «todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio». [18] Por lo tanto, en nuestra humanidad débil y atraída por el mal, permanecen los “efectos residuales del pecado”. Estos son removidos por la indulgencia, siempre por la gracia de Cristo, el cual, como escribió san Pablo VI, es «nuestra “indulgencia”». [19] La Penitenciaría Apostólica se encargará de emanar las disposiciones para poder obtener y hacer efectiva la práctica de la indulgencia jubilar.
Esa experiencia colma de perdón no puede sino abrir el corazón y la mente a perdonar. Perdonar no cambia el pasado, no puede modificar lo que ya sucedió; y, sin embargo, el perdón puede permitir que cambie el futuro y se viva de una manera diferente, sin rencor, sin ira ni venganza. El futuro iluminado por el perdón hace posible que el pasado se lea con otros ojos, más serenos, aunque estén aún surcados por las lágrimas.
Durante el último Jubileo extraordinario instituí los Misioneros de la Misericordia, que siguen realizando una misión importante. Que durante el próximo Jubileo también ejerciten su ministerio, devolviendo la esperanza y perdonando cada vez que un pecador se dirige a ellos con corazón abierto y espíritu arrepentido. Que sigan siendo instrumentos de reconciliación y ayuden a mirar el futuro con la esperanza del corazón que proviene de la misericordia del Padre. Quisiera que los obispos aprovecharan su valioso servicio, enviándolos especialmente allí donde la esperanza se pone a dura prueba, como las cárceles, los hospitales y los lugares donde la dignidad de la persona es pisoteada; en las situaciones más precarias y en los contextos de mayor degradación, para que nadie se vea privado de la posibilidad de recibir el perdón y el consuelo de Dios.
FRANCISCO
Obispo de Roma
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22. Otra realidad vinculada con la vida eterna es el juicio de Dios, que tiene lugar tanto al culminar nuestra existencia terrena como al final de los tiempos. Con frecuencia, el arte ha intentado representarlo —pensemos en la obra maestra de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina— acogiendo la concepción teológica de su tiempo y transmitiendo a quien observa un sentimiento de temor. Aunque es justo disponernos con gran conciencia y seriedad al momento que recapitula la existencia, al mismo tiempo es necesario hacerlo siempre desde la dimensión de la esperanza, virtud teologal que sostiene la vida y hace posible que no caigamos en el miedo. El juicio de Dios, que es amor (cf. 1 Jn 4,8.16), no podrá basarse más que en el amor, de manera especial en cómo lo hayamos ejercitado respecto a los más necesitados, en los que Cristo, el mismo Juez, está presente (cf. Mt 25,31-46). Se trata, por lo tanto, de un juicio diferente al de los hombres y los tribunales terrenales; debe entenderse como una relación en la verdad con Dios amor y con uno mismo en el corazón del misterio insondable de la misericordia divina. En este sentido, la Sagrada Escritura afirma: «Tú enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser amigo de los hombres y colmaste a tus hijos de una feliz esperanza, porque, después del pecado, das lugar al arrepentimiento […] y, al ser juzgados, contamos con tu misericordia» ( Sb 12,19.22). Como escribía Benedicto XVI,«en el momento del Juicio experimentamos y acogemos este predominio de su amor sobre todo el mal en el mundo y en nosotros.El dolor del amor se convierte en nuestra salvación y nuestra alegría». [17]
El Juicio, entonces, se refiere a la salvación que esperamos y que Jesús nos ha obtenido con su muerte y resurrección. Por lo tanto, está dirigido a abrirnos al encuentro definitivo con Él. Y dado que no es posible pensar en ese contexto que el mal realizado quede escondido, este necesita ser purificado, para permitirnos el paso definitivo al amor de Dios. Se comprende en este sentido la necesidad de rezar por quienes han finalizado su camino terreno; solidarizándose en la intercesión orante que encuentra su propia eficacia en la comunión de los santos, en el vínculo común que nos une con Cristo, primogénito de la creación. De esta manera la indulgencia jubilar, en virtud de la oración, está destinada en particular a los que nos han precedido, para que obtengan plena misericordia.